lunes, 2 de diciembre de 2013

¡NOO.. TENGO SIDA!

Viernes, la tarde calurosa estaba por caer, verano del 92, recorría el jirón Huanta en Lima, la misión era periodística para determinar exactamente dónde se produjo La Masacre de Barrios altos. Decidí entrar a una cafetería que estaba por la plaza Italia y suministrarme un café y un pan con asado. El lugar se veía simpático, tenía mezzanine y una escalera vieja de madera. No sabia que entrando a ese local iba a conocer al propietario, sí, a Raúl, un tipo muy amable, alto, cabello negro ensortijado, trigueño, mirada penetrante, labios gruesos, musculoso, trasero favorecido y caminaba como una señorita.

Se le iluminó la cara al verme entrar a su local, se mostró cordial; conversamos y me ofreció su amistad sin tapujos ni limites y me dijo que cuando viniera por Lima que no lo deje de visitar, que su cafetería era mi casa.

En una de mis visitas a Lima, lo fui a ver, eran las diez de la mañana, el lugar estaba lleno de comensales, Raúl se alegró al verme y me llevó a un salón mas amplio, una especie de zona VIP, donde había una mesa grande reservada para sus mejores amigos; habían seis hombres tomando café, riéndose escandalosamente, a la vez que hacían  planes para salir a bailar. Mi amigo me los presentó, todos eran gais.

Una vez instalado en la mesa, Raúl me sirvió una taza de café y me integré al grupo. Conversamos alegremente y a medida que los miraba, trataba de asignarles un oficio a cada uno. Fue un juego gracioso, no todos eran peinadores; había un fotógrafo, un policía fornido y con bigotes, un ingeniero, un vendedor de cortinas, un decorador de interiores y un estilista; todos amigables, conversadores, fumadores y se disertaba de todo: política, moda, negocios y hasta fútbol.




El vendedor de cortinas era Ramiro, y estaba desmejorado, pálido, cansado, maltrecho, y le faltaba un diente. A pesar de su situación se daba forma para aportar en la conversa; él y Alfredo, el fotógrafo, vivían en la casa de Raúl, mi amigo. Fue una mañana estupenda con una charla que terminó entre café, humo de cigarrillos y el almuerzo.

Era Marzo de 1993, regreso a Lima, visito a mi amigo en su cafetería; todo transcurre como siempre, la bulla, los comensales, entre ellos una mesa llena de policías; esta vez no estaban sus amigos. Raúl me recibió como siempre, cordial y una sonrisa franca; luego de una charla de café, nos cayó la noche, el reloj marcaba las siete, no tenia donde ir, los más indicado era ir a un hotel barato de alto tránsito para pasar la noche. Él se ofreció y me dijo: ¡para que vas a gastar en hotel, vamos a mi casa! hay dos cuartos vacíos, el de Ramiro que está en Chiclayo y el de Alfredo, el fotógrafo que viajó al Cusco. Acepté al toque, estaba un poco ajustado con el money, de modo que el ofrecimiento me cayó de perilla.

Nueve de la noche, Raúl cierra el negocio, nos vamos en su vehículo a su residencia. Cuando llegamos, observé una casa grande, bien decorada, el patio trasero lucia un jardín bien cuidado, lleno de flores y plantas; mi amigo encendió el foco de color verde escandaloso del patio; el panorama se veía simpático, pero me pareció de mal gusto ese color. 

Eran las once de la noche y estaba cansado; luego de ducharme, Raúl me acompaño al cuarto donde iba a pasar la noche. Entré y cerré la puerta con llave, por sí, Raúl se quería "colar". Prendí la luz y sentí miedo, las paredes del cuarto estaban pintadas de negro, tenia luces tenues con bombillas fúnebres. El escenario era de espanto.
-¡Carajo! -dije. 
Aquí no me quedo ni loco, y salí despavorido tocándole la puerta de color esmeralda del cuarto de Raúl que abrió al toque; estaba en calzoncillo que mas parecía un calzón y, como siempre, con un cigarro en los labios.

Qué pasó Fernandito dijo un poco asustado, mientras le daba una pitada a su cigarro mentolado y al mismo tiempo expulsaba el humo haciendo aritos en el aire. Le expliqué todo y lanzó una carcajada, achinando los ojos, dejando ver sus dientes grandes y amarillos. No te preocupes, y me llevó a otro cuarto, el de Ramiro. Era otra cosa, una cama grande con sabanas blancas, velador, un televisor, y una pecera grande; el recinto era acogedor, lo que no me gustó que en las paredes había póster de hombres bien fornidos y no de una chica bonita. No estaba en condiciones de exigir, total la habitación no era mía, puse seguro a la puerta y me quedé plácidamente dormido.




Julio de 1994, llego a la cafetería de Raúl, esta vez no me recibió con su característica sonrisa; lo encontré triste, apenado. Hizo un esfuerzo para no darme cuenta de su semblante.

- ¿Qué pasó Raúl? fue lo primero que dije.

-Malas noticias Fernandito. Te acuerdas de Ramiro, la vez pasada dormiste en su cama. ¿Recuerdas que estaba muy enfermo?, hace una semana falleció.

- Oh no...¿Y de que murió? pregunté.

-Raúl me miró, le dio una pitada a su cigarro, esta vez no hizo aritos con el humo en el aire; solo expulsó el venenoso humo con fuerza y me dijo con voz firme: murió de SIDA 

-Oh, no, dije apenado.

Esa es la verdad dijo Raúl, un día llegó Ramiro a la cafetería llorando y dijo: amigos no puede ser ¡tengo SIDA! pero nunca lo abandonamos, siempre estuvimos con él.
Nunca se cuidó -seguía contando Raúl- llevaba una vida desordenada en lo sexual, se acostaba con cualquiera y eso determinó que se contagiara. Siempre lo recordaremos porque era un buen muchacho.

Ese triste episodio hizo recapacitar a Raúl y sus amigos que se cuidaron mucho. Pasó el tiempo y regresé a la cafetería, ya no existía, en su lugar había un restaurante de poca monta que solo vendía menú. Perdí los rastros de mi amigo, temo no encontrarlo, quizá siga viviendo  en esa casa peculiar, sí, la del cuarto con paredes de color negro.