El café con leche estaba en la mesa humeante, junto a una hamburguesa grande con queso y papas, Rafo se devoró el sándwich, su papá lo queda mirando perplejo con los ojos nublados a punto de llorar y le dice: hijo toma tu leche, él dice: no viejo, no lo deseo; solo quiero tomar una limonada bien helada porque estoy con una resaca de los mil demonios. El padre se retira, pero esta vez se fue llorando en silencio, quizá se sentía culpable de ver a su hijo en la lona, alcohólico, la ropa sucia, maloliente.
Rafo, 51 años, mil oficios, alcohólico, every day tomaba su chata de ron, cuando no lo hacía se ponía mal, el cuerpo le temblaba, las manos parecía que tocaba maracas sin tener las maracas. Su problema se agravó cuando su mujer lo dejó por que todas las noches llegaba con tufo a alcohol, fue el tiro de gracia para Rafo, no aceptó que su guapa mujer lo dejara, desde entonces se echó al abandono, nunca más fue el mismo, lo despidieron del trabajo, se dedicó a cuidar coches en las calles de Lima; ganaba de 30 a 40 soles diarios, de los cuales gran parte era para comprar las chatas de ron que guardaba en el bolsillo de su casaca.
Su padre era militar y al verlo alcohólico, le dio la espalda, le negó la casa, no quiso verlo, era la oveja negra de la familia. Desde entonces Rafo dormía en cualquier lugar, y los carros abandonados eran su refugio, su guarida, donde bebía a todo dar y dormía todo el día porque en la noche cuidaba los coches.
Cuando le iba bien guardaba algo de billete, y de vez en cuando se alojaba en hostales de baja reputación en el Cercado de Lima. Lo peculiar de esos tenebrosos lugares era que en una habitación dormían cuatro como en el cuartel y en viejos camarotes, y era preferido por los recicladores, putas de medio pelo y mil oficios como Rafo.
La ultima vez que lo vi fue al mediodía de un apacible domingo a pocos días de la ultima navidad, estaba ebrio, totalmente sucio, caminaba por medio de la pista de una transitada avenida e intentó subir a un microbus que lo lleve a algún lugar. El conductor del viejo carro lo esquivó como un buen torero lo hace con el pobre toro; Rafo levantó las manos lanzando una maldición. Nunca más lo volvería a ver.
A pocos días de ese incidente, trabajó duro y ganó buen dinero y decidió relajarse un par de días. Como siempre compró su inseparable "chata" de ron que era como un combustible para seguir firme, adelante; esta vez no quiso dormir en la calle y optó por ir a ese hostal triste, de mal aspecto, de alto tránsito, donde las putitas de baja estofa entran y salen; esos hostales que le llaman de "mala muerte", sin saber que encontraría la misma muerte, porque al día siguiente no despertó, lo encontraron frío. Rafo, el mil oficios, se había ido al otro mundo.