martes, 31 de marzo de 2015

LA VENGANZA DE ANATOLIO

Una gruesa lagrima corría por la mejilla roja de Anatolio que se puso melancólico al recordar los tristes episodios vividos en su natal Ayacucho. A sus doce años trataba de entender porque a su corta edad la vida le era adversa; perdió a su padre en manos del terrorismo y su madre desapareció. Con una mirada casi perdida observaba - a través de la ventana del bus que lo traía a Lima- el panorama del lindo paisaje de la serranía; montañas grandes, verdes; arboles gigantes; abajo el río se veía como una serpentina. No tuvo miedo al abismo, acostumbrado a subir quebradas detrás de sus ovejas, dicho paisaje le parecía familiar.


Un tío, hermano de su padre fue quien lo animó a viajar a Lima. Una vez instalado en la capital tuvo que trabajar y estudiar. Tuvo que lidiar con muchos obstáculos que se le presentaron en el camino. En el colegio le hacían bullying por muchos motivos; por ser bajito, los cachetes rojos- serrano le decían- y por llamarse Anatolio. Qué nombre se le ocurrió a su padre. Se defendió a puñete y patadas contra aquellos chistosos compañeros del colegio que lo querían agarrar de cojudo; se defendió como se debe, como varón. Abandonó los estudios y se dedicó a vender cosas en la calle. Tenía que sobrevivir, su tío llegó una vez borracho y le sacó en cara todo. Él llorando dijo que se iba de la casa. Una noche se fue y ya no regresó.



Solo y sin ningún sol en bolsillo empezó limpiando lunas  de los vehículos parados por el infernal tráfico limeño. Reunió en un mes lo suficiente como para comprar algo de mercadería para vender igual en los semáforos que eran su gran aliado para su "chamba". Se hizo ambulante y vendía de todo, caramelos, gelatinas, gaseosas, tapasoles, en fin todo lo que le reportaba dinero. Siempre en el centro de Lima.

Decidió cambiar de aires y se fue a trabajar al centro financiero de San Isidro, distrito pituco, donde los serenos corretean y son implacables con los trabajadores de la calle. En más de una ocasìon Anatolio fue correteado, golpeado por defender su capital de trabajo. Y no solo él, sus demás compañeros también corrían la misma suerte. Lo peor de todo, los empleados del municipio se "tragaban" todo lo decomisado.

La venganza estaba planeada, una mañana Anatolio se levantó muy temprano, y empezó a preparar sus ricas chocotejas, pero como sabía que algún momento lo iban a corretear y quitarle todo decidió ponerle una porción bien calculada de una sustancia para matar ratas. Una vez preparada la chocotejas con su regalito mortal, se fue sigiloso a su centro de trabajo, las calles de San Isidro.

Simulaba que vendía, solo esperaba que los serenos lleguen y empiecen a decomisar; efectivamente llegaron, Anatolio para que todo salga de lo mas natural corrió, forcejeo, igual le quitaron sus chocotejas. Esta vez no se fue con rabia ni al borde del llanto sino esgrimía una sonrisa diabólica, como diciendo: ya se jodieron estos pendejos, ahora me las pagan.

Ocho hombres del serenazgo casi mueren envenenados, se salvaron por que Anatolio no concentró bien la mezcla mortal. Él solo quiso asustarlos y cobrar venganza por todo lo que le hicieron y por lo que perdió. Sabiendo que lo buscariàn viajó ese mismo día a su natal Ayacucho y no retornó en cinco años hasta que la marea baje. Aliviado regresó a Lima, no pasó nada y ahora es un próspero empresario de ropa en Gamarra.